15.1.09

4. Oscuridad (I)

El mar brama a lo lejos. No lo veo, pero lo oigo y lo siento golpear contra mi alma.

La noche es negra como la peor de las pesadillas y huele a hiel. Dormimos en tiendas de dos personas. Un espacio cada vez más angosto que sólo invita a gritar.

No hace calor, de hecho, el frío aliento del miedo me produce algún temblor. Todos duermen, ajenos a la bestia que se acerca. Sólo yo la siento, sólo yo la acaricio en mis pensamientos más oscuros.

No aguanto más, he de salir. Me incorporo poco a poco, no quiero despertar a ningún inocente. Abro lentamente las cremalleras de la tienda y salgo. Me pongo las húmedas botas y, tras un momento de escucha, comienzo a caminar, rumbo a la playa.

La oscuridad parece eterna. Nunca volverá a amanecer, nunca el día nos protegerá de los fantasmas de la noche.

Camino, decidido, aunque sin saber muy bien a dónde. Hacia ese incansable golpear las puertas del infierno, hacia esos pulsos inmortales del señor de los mares. No hay luna, no hay estrellas. Avanzo a ciegas, guiado por el sonido de la furia, que supera ahora ya a los martilleantes latidos de mi corazón.

Me detengo al fin. Ahí está el mar. No hay luz, pero se ve. Los brillos de los espíritus dejan su rastro en él. Acarician sutilmente su húmeda piel, sus enormes olas, sus crestas, su espuma. Ahí está el más grande de los océanos, sólo un poco menos negro que la noche que nos envuelve. Aquí estamos, pienso, y me preparo para enfrentarme con la llamada que me ha traído hasta aquí.